Silicon Valley intentó fabricar en masa malvaviscos de lujo, pero fue un desastre tras otro recubierto de azúcar

  • Jon Sebastiani desarrolló un negocio de malvaviscos muy prometedor, destacado por el carácter gourmet del producto, hecho a mano.
  • Cuando quiso que la producción fuese a gran escala, se encontró con un problema enorme: ninguna tecnología podía mantener el carácter artesanal de sus gominolas.
Malvaviscos en Wall Street.

Liam Eisenberg para Business Insider

Adam Rogers
| Traducido por: 

Jon Sebastiani vio malvaviscos gourmet por primera vez en París y pensó en la monetización. Los malvaviscos (o marshmallows) son esas golosinas esponjosas similares a lo que en España conocemos como nube.

Heredero de una importante familia vinícola de California, Sebastiani ya era rico. Dirigió una de las bodegas familiares durante un tiempo, pero ese no fue su gran éxito. "Cuando creces en una ciudad pequeña como Sonoma [California, Estados Unidos] en un negocio familiar famoso donde todo el mundo sabe quién eres, para mí era importante labrarme mi propio camino", afirma.

Ese camino le llevó a los snacks. En 2009, inspirado por la oferta de una carnicería local, Sebastiani fundó Krave, un negocio de embutidos gourmet de vacuno. Su producto, más fácil de masticar y más dulce que la cecina de las tiendas, se hizo popular durante la moda de la dieta paleo. En 2015, Sebastiani vendió la empresa a Hershey —el gran gigante chocolatero de Estados Unidos— por 240 millones de dólares (unos 219 millones de euros).

Dirigió la empresa para Hershey durante un año y luego se fue para fundar una firma de inversión centrada en la alimentación. Pero Krave había sido más que un éxito financiero, ya que creó una nueva categoría en el sector de los snacks. Y Sebastiani se quedó con ganas de más. En su búsqueda, se fue a París, y allí, entre bonitas pastelerías, tiendas y menús de postres, descubrió los malvaviscos gourmet.

No eran las bolitas cargadas de productos químicos que los estadounidenses asan en palitos en una hoguera. Eran pequeños cubitos de colores pastel, con una gama de sabores elegantes que evocaban al merengue y a los sabores de estrellas Michelin. "Cuando quitas las capas de un malvavisco, en realidad es un producto mejor para ti, con menos azúcar, que la mayoría de los caramelos", se dio cuenta Sebastiani. "Podríamos ser un capricho dulce menos culpable y más beneficioso en términos de salud".

El plan: crear una golosina de primera calidad utilizando ingredientes más sanos que los malvaviscos convencionales y mezclando sabores y colores inspirados en París. De ahí surgió el nombre de la nueva empresa: Smashmallow. "No era exactamente el mismo concepto de Krave, pero era mi siguiente concepto y pensé que sería igualmente revolucionario", dice Sebastiani. 

Starbucks

En los dos años anteriores a la pandemia, los productos de Smashmallow estaban por todas partes. ¿Y ahora? No. Pero el problema no fueron los malvaviscos, que estaban deliciosos. El problema fue la escala

Los malvaviscos Smashmallows se diseñaron como un producto artesanal, pero eso no era suficiente para Sebastiani: quería fabricar miles de millones de ellos, construir una gran empresa. Eso significaba que tenía que crecer deprisa e ingeniárselas sobre la marcha: la clásica estrategia empresarial de Silicon Valley. Cuando funciona, el resultado es una empresa como Tesla; cuando no, acaba pasando algo como lo de Theranos.

Esta es la historia del Theranos de los malvaviscos.

Malvaviscos.

Liam Eisenberg para BusinessInsider

Al igual que el turrón y el caramelo, los malvaviscos son, formalmente, dulces aireados. Se disuelve azúcar en agua con una gelatina viscosa o clara de huevo, y se bate hasta que se forman burbujas diminutas. La gelatina mantiene las burbujas en su sitio. Si se cuece suavemente, se obtiene un bocado aireado muy dulce: una "espuma hecha de burbujas de aire finamente dispersas dentro de caramelo de azúcar", como indica un manual de recetas sobre cómo se hacen los caramelos.

No era difícil hacer una versión mejor de los malvaviscos comprados en tienda. Jens Hoj, antiguo chef del renombrado restaurante Chez Panisse, había descubierto el proceso de cocción que convirtió a Krave en un gigante del mundo de la cecina. Confiaba en poder hacer lo mismo con Smashmallow. "Queríamos un malvavisco que tuviera algo más que morder, no solo aire espumoso", comenta. Primero sustituyó el jarabe de maíz de los malvaviscos comerciales por jarabe de tapioca y azúcar invertido. Después, cocinó la mezcla a una temperatura ligeramente más alta, para dar al malvavisco más textura.

Solo tardó unos meses en conseguirlo. Pero entonces Hoj se encontró con un problema. No encontraba a nadie que fabricara el malvavisco que diseñó.

Normalmente, cuando alguien convierte un alimento en un negocio, acaba trasladándose a unas instalaciones a escala industrial. Las envasadoras de carne, por ejemplo, son muy habituales; encontrarlas para Krave fue sencillo. Ahora bien, encontrar una que pudiera manejar un dulce delicado y aireado resultó mucho más difícil. Lo que, en retrospectiva, debería haber servido de advertencia.

Al final, el equipo de Hoj encontró una panadería comercial en Los Ángeles dispuesta a aprender. Smashmallow compró grandes batidoras comerciales Hobart para combinar y batir el azúcar y la gelatina. Vertieron la mezcla en enormes planchas de galletas, sobre almidón para evitar que se pegara, un proceso llamado slabbing. Compraron cortadores especiales para cortar el malvavisco endurecido en cubos y aprendieron a espolvorearlos con azúcar y canela para darles sabor a churro, mezclarlos con otros sabores como fresa y cerveza, incluir pepitas de chocolate o copos de coco, o verter varias capas para obtener versiones de dos colores. "Todo se hacía a mano, así que era carísimo. Imagínate 30 personas haciendo malvaviscos todos los días, siete días a la semana", describe Hoj.

Sebastiani tenía los contactos para llevar el producto a las tiendas, donde resultó ser incluso más popular de lo que esperaba. "No se trataba de una compra novedosa en la que los clientes decían 'qué bonito' y luego no volvían a comprarlo", afirma Sebastiani. "Los clientes lo compraban y lo volvían a comprar en distintos sabores. Los minoristas pedían más estacionalidad, envases más pequeños para que las madres pudieran comprarlo para llevar para la merienda de sus hijos", añade. 

Krave tardó cinco años en alcanzar los cinco millones de dólares de ingresos anuales. Smashmallow alcanzó los 5 millones en su primer año (4,57 millones de euros). Al año siguiente, sus ingresos se duplicaron. Minoristas como Target y Walmart pedían más y Sebastiani atrajo a inversores externos. "Nos entusiasmamos. No éramos sólo premium. Éramos lo que yo llamo una disrupción de ocasiones puntuales", cuenta.

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Smashmallow tenía una marca excelente, pero el producto seguía fabricándose básicamente lote a lote, en las encimeras de las cocinas

Para automatizar la cadena de montaje, Hoj sabía que tendría que pasar de cortar los malvaviscos en planchas de galletas a un proceso llamado extrusión, que incluye la cinta transportadora utilizada para la producción masiva de malvaviscos. Este método es más barato, más rápido y requiere menos mano de obra que el corte en placas. Es básicamente como una impresora de malvaviscos. Pero cuando Hoj fue a visitar Doumak, la empresa de los suburbios de Chicago pionera en la producción con la cinta transportadora, los expertos se limitaron a negar con la cabeza. 

"Nos encanta su producto. Pero es demasiado complejo para nuestro sistema", le dijeron.

Malvaviscos.

Liam Eisenberg para Business Insider

Los colores y sabores que utilizaba Smashmallow eran demasiado espesos para las mezcladoras de Doumak. El sirope de tapioca y el azúcar invertido habrían requerido nuevos depósitos. Ah, y nadie había hecho nunca un malvavisco cuadrado en una máquina comercial, y mucho menos uno con los bordes rectos y rugosos. Y eso sin hablar de las coberturas e inclusiones, como las pepitas de chocolate. Los ingenieros de Doumak concluyeron que no se podía hacer.

La cuestión es la siguiente: nadie estaba obligando a Sebastiani a convertir Smashmallow en una marca nacional. La empresa ya generaba casi 15 millones de dólares al año (13,7 millones de euros). Tenía docenas de empleados. Hacía un producto que la gente amaba y quería comprar. En lugar de intentar convertir la empresa en otra ganadora del tamaño de Krave, Sebastiani podría haber parado.

"Podría haber sido una marca boutique regional. Y hay algo auténtico y noble en no tener que definirse por tus ingresos, o millones de clientes, o los minoristas que tienes. Pero a mí me motiva hacer crecer las cosas, no hasta el infinito, sino hasta un techo alto", reconoce Sebastiani. No solo quería hacer malvaviscos. Quería cambiar los hábitos alimentarios de la gente.

Pero si Theranos nos enseñó algo, es que un modelo de negocio no funcionará si depende de una tecnología que no existe. Sebastiani no era un estafador al estilo de Elizabeth Holmes. ¡Los malvaviscos sí eran reales! Pero ignoró a los expertos y siguió adelante sin disponer de la tecnología necesaria. Si no había una máquina que pudiera producir en masa sus malvaviscos, simplemente construiría una. ¿Tan difícil sería? En la jerga de Silicon Valley, fingiría hasta conseguirlo.

He escuchado un montón de podcasts para ver qué aprendía sobre tecnología.

En una feria de Las Vegas para proveedores de equipos alimentarios, Hoj vio un stand de Tanis Food Tec. Con sede en los Países Bajos, Tanis era un fabricante de máquinas para hacer caramelos respetado internacionalmente y especializado en malvaviscos. Hoj se acercó y abrió una bolsa de Smashmallows. "Esto es lo que necesitamos", les dijo. No era el tipo de dulce que los Tanis estaban acostumbrados a hacer, pero estaban dispuestos a intentarlo.

Hoj viajó a los Países Bajos para ver las instalaciones de Tanis. La empresa incluso envió por correo muestras que había producido según las especificaciones de Smashmallow. "Cumplían todos los requisitos", dice Hoj. Iba a costar mucho, pero eso no era malo. ¡Quizá incluso pudiera ser bueno! La nueva tecnología sería un secreto comercial que podría proteger a Smashmallow de posibles competidores. Así que Sebastiani aceptó comprar a Tanis un sistema completamente nuevo por 3 millones de dólares, con una exclusiva de dos años sobre las piezas únicas y personalizadas utilizadas para añadir inclusiones como trocitos de chocolate.

Tanis puso a Smashmallow en contacto con una empresa de Pennsylvania llamada Wolfgang Confectioners, que accedió a construir unas instalaciones totalmente nuevas para instalar la máquina. Tendría el tamaño de dos pistas de tenis: cocina, mezcladoras y aireadores, sistema de calefacción, sistema para la extrusión y 30 metros de cintas transportadoras. Pero los envasadores odian las máquinas nuevas. Son caras de instalar y mantener, y son básicamente inútiles si la empresa que las utiliza quiebra. Así que las instalaciones de Wolfgang venían con una condición. "Teníamos que producir entre 1.200 y 2.000 kilos por hora", dice Hoj. 

Una tonelada de malvaviscos cada hora, durante todo el día; de lo contrario, Smashmallow tendría que pagar multas.

La máquina para producir malvaviscos en masa resultó ser un desastre, y nunca hacía suficientes.
La máquina para producir malvaviscos en masa resultó ser un desastre, y nunca hacía suficientes.

Cortesía de Jens Hoj/Smashmallow

Smashmallow despidió a los equipos que habían estado imprimiendo su producto. Pero cuando la máquina Tanis llegó por fin a las instalaciones de Wolfgang en agosto de 2019 y el equipo de Hoj la puso en marcha, la impresora de malvaviscos no consiguió imprimir. "No consiguieron hacer ni un malvavisco durante bastante tiempo. Y no pudimos poner el producto en la cinta durante otras dos semanas y media. Después, la cinta no funcionaba correctamente", explica Hoj. Todo fue un desastre, pero Hoj no se dejó intimidar. "Pensábamos: esto no es más que un arranque", recuerda.

Lo más alarmante fue que la capa de almidón que debía recubrir los malvaviscos se esparció por el aire, llenando las instalaciones de polvo de almidón. El polvo en aerosol no es solo un inconveniente. Si una sola partícula se incendia, puede prender fuego también a todas las partículas cercanas, creando una zona de combustión que se expande rápidamente. Es decir, una explosión. Un inspector, contratado por Wolfgang, lo clausuró todo. "No estaban muy dispuestos a seguir con la producción hasta que se solucionara el problema, cosa que, por supuesto, no nos gustó nada, porque necesitábamos los kilos", explica Hoj. Para volver a funcionar, Smashmallow se vio obligada a instalar un nuevo sistema de tratamiento del polvo.

Los problemas se sucedieron en cascada, y fue un desastre tras otro recubierto de azúcar. La cinta transportadora que llevaba los malvaviscos individuales a la estación de empaquetado resultó ser demasiado corta, por lo que no tenían tiempo de secarse, lo que provocó que los malvaviscos se pegaran en la bolsa. El troquel y la cuchilla de corte de la máquina no podían reproducir la irregularidad artesanal de Smashmallow; solo podían salir malvaviscos perfectos, de tamaño idéntico. 

Cuando la máquina intentó recrear el sabor más popular de Smashmallow, el churro, la capa de canela no se pegó y salió volando por los aires. Los trabajadores tenían problemas para respirar entre las espesas nubes de especias. Cuando descubrieron cómo colocar la canela en la cinta, resultó que pesaba más que el almidón y los motores no aguantaron el peso extra. Sustituyeron los motores, pero entonces los extremos cortados de los malvaviscos no recibieron tanta capa de canela. 

Finalmente, tuvieron que sacar la canela y el azúcar y ponerla en un tambor que pudiera echar los malvaviscos en la mezcla. "Tardamos seis o siete meses en conseguirlo", dice Hoj. Y ni siquiera eso funcionó, porque la canela (más pesada que el almidón, pero más ligera que el azúcar) impedía que el azúcar se pegara a los malvaviscos.

Producción de malvaviscos.

Liam Eisenberg para Business Insider

Entonces llegó el COVID, que ralentizó aún más las cosas. La línea de producción no se puso en marcha hasta 2021, casi dos años después de su entrega. Incluso entonces, dice Hoj, no producía las cantidades que pedía Wolfgang: "A veces llegábamos a los 634 kilos. Pero la media, si se miraba un mes entero, era de unos 385 kilos", señala.

Las cuotas de Wolfgang no eran el único problema. El equipo de ventas había conseguido que Smashmallows llegara a 15.000 tiendas, y esos minoristas firmaban acuerdos para el producto con hasta 18 meses de antelación. Sebastiani había hecho un trato para los codiciados expositores de final de pasillo para Halloween en todas las tiendas Target de Estados Unidos. "Esperábamos una curva de crecimiento importante. Estábamos captando dólares de inversión, no sólo de mi empresa, Sonoma Capital, sino de socios comanditarios y dotaciones. Mi reputación estaba en juego", afirma Sebastiani.

El equipo de fabricación empezó a introducir a mano malvaviscos en la mezcla de canela y azúcar. Los equipos de control de calidad inspeccionaban cada tirada, con la esperanza de encontrar un producto salvable. "Teníamos que entregar algo", dice Hoj. Pero los clientes se daban cuenta de que los malvaviscos producidos a máquina no eran tan buenos como los originales. Las ventas disminuyeron. Las tiendas redujeron sus pedidos. "Estábamos produciendo cuatro días a la semana, y luego bajamos a tres", dice Hoj.

La relación entre Smashmallow y Tanis acabó por romperse. Smashmallow amenazó con retener el pago hasta que se hicieran las reparaciones y canceló la instalación del componente experimental diseñado para mejorar la adición de inclusiones. Tanis respondió cesando el soporte técnico. Una agria reunión destinada a resolver los problemas acabó con el establecimiento de un plan de pagos vinculado a los niveles de producción. Si Smashmallow no podía producir suficientes malvaviscos, Tanis no recibiría su pasta.

Al final, Smashmallow no pudo cumplir sus obligaciones con los inversores, ni los minoristas. El sueño de Sebastiani de dominar el mercado de dulces había muerto. Wolfgang demandó a Smashmallow para recuperar el casi medio millón de dólares que, según ellos, le debía por no cumplir las cuotas de azúcar; Sebastiani llegó a un acuerdo cediéndole componentes de la máquina. Éste, a su vez, demandó a Tanis para recuperar no solo los costes de todo el fiasco, sino el valor potencial de la empresa, de haber sido un éxito. En 2022, Smashmallow cerró definitivamente.

El proyecto California Forever.

En el juicio, Tanis insistió en que la máquina había alcanzado a veces su velocidad máxima y cumplido los términos del contrato. Acusó a Smashmallow de ralentizar la producción de la cadena de montaje cambiando los sabores con demasiada frecuencia, lo que requería una limpieza que llevaba mucho tiempo. Pero en el juicio, un ingeniero de Tanis admitió que las muestras que Tanis había enviado a Smashmallow para demostrar que podía fabricar el producto se hacían en realidad, en parte, a mano. Al parecer, Tanis también había fingido para fabricarlo.

Todo el mundo está de acuerdo en que debería haber sido posible, desde el punto de vista de la ingeniería, fabricar una máquina que hiciera Smashmallows. Todos coinciden también en que, al final, nadie fue capaz. "El hecho de que Tanis dijera que podía hacerlo era interesante", afirma Richard Hartel, ingeniero alimentario que dirige el programa de fabricación de caramelos de la Universidad de Wisconsin. "Sus ingenieros debieron de decir: 'Bueno, esto no debería ser un problema'. Probablemente pensaron que iba a ser fácil, y resultó ser más difícil de lo que creían", añade. El jurado estuvo de acuerdo y concedió a Smashmallow una indemnización de 20 millones de dólares (unos 18 millones de euros). Tras algunas idas y venidas legales, las partes llegaron a un acuerdo por una cantidad no revelada. (Tanis y Wolfgang han declinado hacer comentarios para este reportaje).

Sebastiani dice que se imagina recuperar Smashmallow algún día. Mientras tanto, su sociedad de inversiones sigue con su estrategia de productos de primera calidad a gran escala. La salsa barbacoa japonesa de Bachan es uno de sus productos. También la yerba mate Guayakí.

El caso es que, aunque Smashmallow fracasó, Sebastiani no. Durante la preparación del juicio, sus abogados tuvieron una idea divertida. Pensaron que podrían llevar una bolsa de Smashmallows al juicio, para mostrar al juez y al jurado de qué estaban hablando. Uno de los abogados, David Kwasniewski, llamó a varias tiendas de la bahía de San Francisco para encontrar una bolsa.

Kwasniewski se subió a un coche y condujo desde San Francisco (se tarda aproximadamente una hora). Entró en la tienda que tenía stock y consiguió la bolsa de malvaviscos gourmet. Pero no eran Smashmallows. Los fabricaba una pequeña empresa de Colorado llamada Hammond's, que vende malvaviscos de primera calidad en forma de cubo de coco tostado, pepitas de chocolate y crema de fresa de dos capas, entre otros sabores. 

El abogado se quedó boquiabierto. Smashmallow se había adentrado en un territorio muy poco común: una marca que se ha convertido en sinónimo de su producto. "En ese sector, un malvavisco para picar es un Smashmallow, como un pañuelo es un Kleenex", indica Kwasniewski. Los Smashmallows ya no existen, "pero la marca sigue ahí fuera".

Sebastiani realmente cambió el consumo de la gente. Creó toda una nueva categoría de aperitivos y cambió los hábitos alimentarios. Cuando creó Smashmallow, el mercado anual de malvaviscos en Norteamérica era de unos 250 millones de dólares. Para 2028, se prevé que alcance los 535 millones de dólares. Sebastiani no verá ni un céntimo de ese dinero, porque su plan de negocio requería una tecnología que no existía (y quizá no pudiera existir). Construyó una buena marca. Pero el producto era pura palabrería.

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