Mi primera vez con la ayahuasca me cambió la vida, así que he decidido volver a probarla

Mattathias Schwartz
| Traducido por: 
ayahuasca

María Medem para Insider

La terapia era demasiado cara. ¿La religión? Demasiado aburrida. Compré un fármaco que me enviaron por correo desde Turquía, que durante un tiempo funcionó, pero me afectaba al sueño. La meditación, en teoría, era la respuesta. En la práctica, era lo mismo que intentar controlar a una multitud de gente en una rave. Cuando nacieron mis hijos, sentí alegría, pero solo al principio. Cuando el milagro se convirtió en rutina, recordé lo que siempre decían las mujeres mayores con las que nos cruzábamos por la calle: el tiempo pasa volando.

Sin embargo, yo me sentía distante e insensible. Muchas veces desconectaba, estaba con mi familia físicamente, pero mi mente estaba en otra parte. Apagar el teléfono no me ayudaba a dejar de pensar en los problemas. Me costaba alegrarme por las cosas buenas que le pasaban a mis amigos. Cuanto más éxito tenían, más distante estaba yo. 

Desarrollé una obsesión insana por nuestras finanzas; yo mismo estaba tan volátil como el mercado. Durante la pandemia, me quedaba despierto toda la noche jugando al póker online, y luego me sentía incapaz de levantarme. Siempre estaba de mal humor, y me enfadaba constantemente, criticando por un lado a los que no se ponían la mascarilla, y por otro a los guardianes de la moral que defendían su uso constante. Todo un ejercicio de hipocresía.

Me quedé totalmente estancado y me avergonzaba por mi comportamiento. Un día, mi hijo de 3 años me echó de su habitación diciéndome que era "malo". 

Ahí me di cuenta de que necesitaba un cambio radical.

Así, un jueves por la noche a finales de mayo, dejé a mis 2 hijos al cuidado de mi mujer para poder viajar a cientos de kilómetros de distancia y probar la ayahuasca. Convencí a mi jefe para que me dejara escribir un artículo sobre ello. Sé que parece la típica maniobra de un periodista: encontrar algo interesante que hacer, y luego hacer una crónica de la experiencia. Pero, por favor, entendedme: no tomé la decisión de beber ayahuasca para escribir un artículo, sino todo lo contrario. Conseguí que me dejaran escribirlo para poder ir a beberla. Lo necesitaba desesperadamente.

La ayahuasca, que puede traducirse más o menos como "liana espiritual" o "enredadera del río celestial", es una bebida elaborada a partir de 2 plantas que crecen en el Amazonas: la corteza de la planta banisteriopsis caapi, una gruesa enredadera que trepa por los árboles, y las hojas de la psychotria viridis, un arbusto parecido al café. La parra contiene DMT, un alucinógeno. El arbusto contiene alcaloides que permiten que el DMT se absorba a través del estómago. 

Hay pruebas arqueológicas que datan su uso ritual de hace 1.000 años, aunque algunos antropólogos creen que la forma actual de consumo ritualizado (en la que la ayahuasca se considera una "medicina", que se bebe en un círculo ceremonial) es un artefacto de la cultura mestiza, formada por el contacto entre indígenas y europeos. 

La droga se ha hecho tan popular que ahora existe una industria artesanal de centros turísticos de lujo dedicados a ella, y se ha ganado la reputación de ser una especie de droga para determinadas fiestas. Desde mi propia experiencia, es más bien un psicotrópico que señala a las personas que más quieres y te muestra cómo quererlas más y mejor.

La ayahuasca, que puede traducirse más o menos como 'liana espiritual', es una bebida elaborada a partir de 2 plantas que crecen en el Amazonas.
La ayahuasca, que puede traducirse más o menos como 'liana espiritual', es una bebida elaborada a partir de 2 plantas que crecen en el Amazonas.

María Medem para Insider

Fue el recuerdo de mi primera vez con la ayahuasca contemporánea, hace 10 años, lo que me hizo volver. En aquellos días, yo era un joven de 33 años sin ataduras, que consideraba la experiencia como un fin en sí mismo. Mi intención era probarla y ver qué pasaba. 

Ahora, con 43 años, me convencí de que serviría como una terapia para salir de mi estado depresivo. Me parecía algo tan sensato como la revisión anual que le hago a mi coche. Cambiar los neumáticos, los filtros, el aceite... y como nuevo. 

El largo viaje hacia el Oeste valdría la pena, una vez que volviera a casa. Visto así, dejar a mi familia para consumir potentes alucinógenoscon un grupo de desconocidos en una cueva parecía de lo más responsable.

Eduardo, mi chamán durante mi primera vez con la ayahuasca en 2012, nos hizo tumbarnos en el suelo de serrín antes de acercarnos a beber de una botella de plástico blanca.
Eduardo, mi chamán durante mi primera vez con la ayahuasca en 2012, nos hizo tumbarnos en el suelo de serrín antes de acercarnos a beber de una botella de plástico blanca.

María Medem para Insider

Aquella primera vez, allá por 2012, bebí ayahuasca con Eduardo, que afirmaba ser un chamán. Había nacido en Perú y vivía en Puerto Rico, pero a veces volaba a EEUU para servir ayahuasca a determinados círculos de Los Ángeles y Nueva York. Nos hizo tumbarnos en el suelo de serrín de una habitación que parecía un granero. Nos acercamos, uno por uno, y bebimos de una botella de plástico blanca, y luego Eduardo estuvo toda la noche amenizando la velada con una flauta de madera. Cada uno tenía su propia manta y su botella de agua, además de un pequeño cubo para vomitar. La droga tardó en hacer efecto. Recuerdo que lloré durante varias horas cuando lo hizo, abrumado por la emoción y el recuerdo.

Más tarde, cuando la gente me preguntaba cómo era, lo describí como un viaje en el que puedes ver a todas las personas que han formado parte de tu vida en algún momento. Aparecen unidas a ti con una especie de hilo invisible. Revives algunos de los momentos que has compartido con ellos. Te vuelves dolorosamente consciente de todo lo que no has dicho ni hecho.

Mientras tanto, aquí en el plano físico, estás tumbado en el suelo en una especie de sueño febril, afectado por una sustancia a la que tu cuerpo reacciona como si fuese un veneno. Lo único que te mantiene unido a la realidad es Eduardo, tocando su flauta. Los sonidos del llanto y los vómitos en medio de la música te recuerdan a los demás que están ahí contigo en la habitación, sufriendo como tú, todos atrapados en el mismo sueño que provoca la ayahuasca. Ese sueño se funde con la sensación de enfermedad física. Es más o menos lo que imagino que será mi lecho de muerte: una mezcla de sufrimiento y arrepentimiento, seguida (espero) por algunos rayos de claridad y trascendencia.

 

La primera vez, me centré especialmente en Eva, mi novia, que estaba tumbada en su propio saco de dormir al otro lado de la habitación. Mis visiones, tal como eran, habían comenzado con una luz puntiaguda y brillante, en forma de rosa de los vientos. Estaba flotando en una esquina de nuestro apartamento, cerca de unos animales de peluche, mirando hacia abajo sobre nuestras vidas. Un tiempo después, cuando volví en mí, me senté y vi a Eva mirándome a través de la habitación en penumbra. Tenía sed. Se acercó y me dio un poco de su agua. Y yo entendí ese gesto como una clara señal de que debíamos casarnos.

Lo más seductor de la ayahuasca es cómo te deja. No me refiero a lo físico, los vómitos y la diarrea que suelen acompañar a la experiencia. Me refiero al resplandor posterior. Está la perspectiva mejorada, que es una característica de muchas drogas (volver a la superficie, desde el semiolvido, puede permitirle a uno ver la vida cotidiana con ojos frescos). Pero la ayahuasca se mete en tu cerebro de manera que crea una ventana para hacer cambios positivos. La droga rasga los receptores de serotonina 5-HT2A. Las células madre del cerebro, según un estudio, migran a nuevas zonas y plantan colonias de nuevas neuronas. Durante los días siguientes, sobre todo si sigues la estricta dieta previa a la ceremonia, tienes una mayor sensación de atención.

Al menos yo lo hice. Para empezar, cambié mi forma de tomar decisiones. Empecé a dejar de lado mi necesidad obsesiva de sopesar todos los escenarios y datos posibles y empecé a hacer algo de caso a mi intuición. Esto fue posible porque ahora podía distinguir, aunque de forma esporádica e imperfecta, cuál de las muchas voces que competían en mi cabeza era la auténtica. Estaba preparado para emitir mis propios juicios y aceptar el riesgo de equivocarme.

También hubo otros cambios. Por aquel entonces, Eva y yo vivíamos en un apartamento sin ascensor en Brooklyn. Yo reduje mi consumo de cerveza por la noche; Eva nunca volvió a consumir alcohol. Nos volvimos más conscientes de lo que comíamos y de cómo nos hacían sentir los distintos alimentos. También decidimos cambiar mi despacho, que estaba en la habitación más grande y daba a la calle, por nuestro dormitorio, un espacio más oscuro y estrecho. Vendimos nuestro futón y compramos una cama de Ikea más adecuada. Como te dirá cualquiera que haya convivido, se trataba de algo más que de cambiar los muebles. Estábamos renegociando el equilibrio entre nosotros. La diferencia es que después de la ayahuasca, ya no lo sentíamos como una negociación. El tira y afloja entre nuestros deseos se convirtió más bien en una torpe carrera hacia el horizonte. Pasarían otro par de años antes de comprometernos, pero fue entonces, en el período de reflexión posterior a la ceremonia, cuando la decisión se afianzó.

En esta ocasión, quise volver a vivir la experiencia con Eduardo, pero había abandonado el círculo de Nueva York. En su lugar, un amigo de un amigo me puso en contacto con una sangha de ayahuasca, palabra budista para referirse a una comunidad espiritual. Los correos electrónicos del líder del grupo para prepararnos mostraban sensibilidad por los pequeños detalles. Nos indicaron que pusiéramos cinta adhesiva verde sobre nuestras linternas, para que el fuerte resplandor no interfiriera en las visiones de los demás. Hubo un cuestionario detallado para asegurarse de que no tomábamos antidepresivos ni ningún otro medicamento que pudiera causar una reacción peligrosa. Además, nos dieron una larga lista de alimentos que debíamos dejar de consumir antes de la experiencia.

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Debo reconocer que el grupo de esta vez parecía más serio y organizado que el de la primera vez con Eduardo. Aquel grupo de Nueva York que tanto había significado para mí era, en retrospectiva, era mucho más caótico que el actual, con Eduardo tocando la flauta y las botellas de plástico blancas. Para la ceremonia en el norte del estado, Eva y yo nos habíamos metido, junto con otras 6 personas, en un BMW a toda velocidad conducido por un hombre de Prospect Heights al que, evidentemente, la ayahuasca no le había traído la paz. Nos habían entrevistado, antes de la ceremonia, en la parte trasera de una tienda de cristales y nos habían soltado a la mañana siguiente, después de nuestros esfuerzos psíquicos.

Aunque la ayahuasca de Eduardo era de verdad, y se preocupó por cómo dirigir la ceremonia, sin saberlo, nos habíamos metido en el tipo de grupo que hay que evitar. Lo aprendí por las malas un par de años más tarde, después de que Eduardo se fuera, cuando yo, todavía zumbado por mi primera ceremonia, le recomendé el círculo a una amiga. Ella tuvo una mala experiencia y se enteró después de que lo que había tomado no era realmente ayahuasca, sino una combinación de diferentes plantas alucinógenas. Como en cualquier viaje con las drogas, tomar ayahuasca es tan seguro como lo sea tu camello. Confías en quien está sentado detrás de ese pequeño altar en el suelo, sirviendo los tragos.

Un grupo de edificios se aferraba a la ladera de una colina. '¿Esta es la iglesia?', pregunté.
Un grupo de edificios se aferraba a la ladera de una colina. '¿Esta es la iglesia?', pregunté.

María Medem para Insider

Llegué a la sangha un viernes por la tarde. Estaba situada en una zona remota de uno de los estados occidentales. Llegamos a un grupo de edificios en la ladera de una colina. "¿Es esta la iglesia?", le pregunté a la joven de pelo corto que respondió a la segunda puerta a la que llamé. En Estados Unidos, muchos círculos de ayahuasca se organizan como iglesias para proporcionar un escudo legal al DMT de la infusión, que la Administración para el Control de Drogas ha listado al mismo nivel que la heroína y el LSD.

Tras las presentaciones y algunas preguntas sobre la cadena de contactos que me había llevado hasta allí, me hicieron sentir bienvenido. Un miembro de la sangha al que me referiré como Eli, que llevaba un tiempo allí, me mostró una pequeña caja de madera en la cocina. Para cubrir la ceremonia y la estancia de 2 noches, metí 450 dólares en efectivo en un sobre, lo sellé y escribí mi nombre en el exterior.

Teníamos un par de horas antes de la primera copa. Me dio tiempo a deshacer las maletas y colocar mis cosas en la sala de ceremonias, una cueva sin ventanas excavada en la ladera. El grupo estaba mezclado. Había algunos hippies jóvenes y otros mayores que llevaban una vida estoica y solitaria en caravanas. Había un tipo de unos 30 años que se hacía llamar Sky Wolf. Viajaba con una mochila llena de psicodélicos. Cuando nos conocimos ese primer día, Sky Wolf estaba preocupado principalmente por asegurarse de que habría una oportunidad para tocar sus cuencos tibetanos durante la ceremonia. Se ofreció a recoger leña para calentar el lugar por la noche. Una de las mujeres más jóvenes se encargó de explicarle que los troncos que traía estaban húmedos y verdes.

Sky Wolf probablemente se parece al tipo de persona que uno podría imaginar en un círculo de ayahuasca. De hecho, era el más bohemio del grupo. Los asistentes más jóvenes eran salvajes de una manera más fría y discreta, y los mayores éramos en su mayoría profesionales. Había un directivo de la administración, un profesor de música de un colegio de primaria y un médico. También había personas que habían acudido a la sangha en busca de apoyo mientras luchaban contra lo peor de la vida. Se enfrentaban a la adicción, al trauma familiar y a la muerte inesperada de sus seres queridos. La ayahuasca formaba parte de su kit de herramientas. Sus historias no son mías para contarlas. Pero me hicieron ver mi propia situación con perspectiva.

Yo me sentí un poco fuera de lugar, como un forastero adinerado que llega con su flamante coche eléctrico. En realidad, fue el modelo que me asignaron en la empresa de alquiler de vehículos.

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A mi lado había otro recién llegado a la sangha, James, un trabajador de la construcción y padre de 4 hijos con los brazos anchos y tatuados. Mientras charlábamos, le conté cómo había sido mi dieta de preparación: nada de café, alcohol, sexo, sal, azúcar, carne o vinagre y pocos cereales durante 2 semanas. La supresión del café había sido especialmente dura. Sin café, mi cerebro se hundía en el mal humor. Aquella mañana, con un humor especialmente hosco, obligué a una camarera del aeropuerto a rehacer mi batido cuando la vi vertiendo una botella de zumo ya preparado en la batidora. Pensé que contar todo esto a James nos ayudaría a estrechar lazos sobre nuestras dificultades dietéticas compartidas. Pero resultó que él se había preparado poco. La mayoría de las noches cenaba filete de carne. Ni siquiera había decidido asistir a la ceremonia hasta ese día.

Nos quedamos en silencio y esperamos.

La ayahuasca suele llegar acompañada de la tradición. Sin la tradición, el chamán no es más que un camarero que sirve una bebida que no es más que otra droga, una kombucha alucinógena desprovista de contexto. Por supuesto, el propio contexto puede ser problemático. Las versiones americanas de la ceremonia suelen tener una especie de carácter escapista y de disfraz, lo que hace que sea fácil culpar a los turistas de la ayahuasca (incluido yo mismo) de apropiación cultural. Pero la droga en sí es tan fuerte, tan devastadora desde el punto de vista psíquico, que se necesita la ceremonia como una especie de amortiguador simbólico para procesarla.

Sin la tradición, el chamán no es más que un camarero que sirve una bebida que no es más que otra droga, una kombucha alucinógena desprovista de todo contexto.
Sin la tradición, el chamán no es más que un camarero que sirve una bebida que no es más que otra droga, una kombucha alucinógena desprovista de todo contexto.

María Médem para Insider

Sadie, nuestra anfitriona del fin de semana, era una mujer alta y delgada de unos 60 años con décadas de experiencia guiando círculos de ayahuasca. Había aprendido sobre la ayahuasca de un curandero quechua que se había establecido en la zona y que ocasionalmente dirigía las ceremonias junto a Sadie, aquí en su tierra. No se refería a sí misma como chamana sino facilitadora.

Sentada sobre sus talones ante nosotros, nos orientó sobre lo que debíamos esperar y cómo comportarnos. No debemos hablar ni escribir demasiado sobre nuestra experiencia; en vez de eso, debemos cultivar las percepciones y dejar que crezcan dentro de nosotros con el tiempo. Dijo que sus frascos contenían una "ayahuasca del cielo" especial con elementos de Ecuador y Perú que había estado guardando durante años. Deberíamos estar al menos un poco nerviosos, dijo, "a la abuela le gusta la humildad" (Sadie se refería a la ayahuasca como "abuela"). Venía a explicar algo así como que la ayahuasca, más que una sustancia, es un espíritu sagrado y sensible, un vínculo con la sabiduría del pasado. Para mostrarle agradecimiento, debíamos beber hasta la última gota que se nos ofrecía, utilizando los dedos y el agua para limpiar el vaso.

Los estudiosos de la psicodelia llaman a este tipo de conjuros preparatorios set and setting. Tienen una gran influencia en lo que sigue. La ayahuasca afecta especialmente a la memoria a corto plazo. Mis primeras alucinaciones, con Eduardo, incluyeron una visión de una caricatura editorial de una biografía de George Shultz que había estado leyendo el día anterior. Esta vez, me había empeñado en hojear las fotos de mis hijos en el avión y en leer una impresión del Eclesiastés.

"¿Eres sensible a tus sustancias?", preguntó Sadie cuando me tocó sentarme ante ella.

"No", dije. Mi voz sonó como si estuviera molesto; me di cuenta de que me había puesto a la defensiva con la pregunta.

Sadie me sirvió una taza llena de papilla de color ladrillo y me la bebí. Sabía a pimienta.

Me arrastré bajo la manta. Pasé media hora en silencio. Entonces, detrás de mi máscara de ojos, unas puntas de alfiler en forma de estrella comenzaron a resaltar sobre el negro. Un rostro verde, efervescente como el humo, entraba y salía de mi campo de visión. Pero en el momento en que me concentré en lo que estaba viendo, la visión se detuvo. Era solo una obertura, impulsada en parte por mis expectativas. Estaba de vuelta en la cueva, escuchando la respiración de la sangha.

Pronto me sentí bastante mal. Empecé a preocuparme por haber tomado demasiada ayahuasca. El corazón se me aceleró; podía oírlo palpitar en mis oídos. Y, además, me sentía nervioso por lo que iba a escribir después. Me había sentido afortunado de poder hacer este retiro por trabajo, pero empecé a darle vueltas al hecho de que realmente había ido a drogarme a una cueva. Y, en aquel momento, me di cuenta de que no dejaba de pensar en el trabajo.

Sentí que me apretaban, que me arrugaban como a una bolsa de patatas fritas. Los pensamientos eran fichas que se rompían en trozos cada vez más pequeños. Pensé en Iván Ilich, en su lecho de muerte, "metido en un saco negro y estrecho... cada vez más adentro". Por debajo del mundo material, vi que estaban esos linajes, esas tradiciones. Allí estaban, ramificándose a través del tiempo, un dosel de árboles. Algunos eran explícitamente religiosos. Otros eran militantes y patriarcales. Otros se disfrazaban de instituciones civiles o de prácticas artísticas. Todos implicaban la inculcación de valores y prácticas entre las generaciones, una forma alternativa de reproducción humana. Todas las tradiciones, hasta las más equivocadas y violentas, eran intentos de aferrarse a lo sagrado, a pesar de todo.

Se trataba de hacer un gesto hacia lo sagrado, "bailar con él", como me había dicho el médico de la sangha, aunque no se pudiera tocar del todo. Había olvidado que lo sagrado estaba ahí fuera; ahora lo recordaba.

Pensé en la palabra "abuela", como Sadie se refería a la ayahuasca. Me gustaría saber más sobre la mía. El padre de mi padre, cuyo anillo masónico estaba en mi dedo corazón izquierdo, había muerto antes de cumplir los 50 años. Fue criado casi exclusivamente por su madre, que llevaba el negocio familiar de venta de ropa de hombre en todo Oregón. Mi propia madre, que había dado clases en la escuela primaria, a menudo hablaba con cariño de la vez que me oriné en el lado de mi cama, en el suelo alfombrado, cuando era un niño pequeño. La alfombra era azul. La mancha se quedó ahí durante años. Sin embargo, no parecía ser algo que la enfadara. Le parecía divertido. 2 horas antes, en una videollamada con mi propia familia, mi hijo de 3 años había aparecido desnudo y orinando en el suelo de la cocina. Bien por él. Por supuesto, no iba a ser él quien lo limpiara.

Había traído algunos talismanes de mi familia, incluido un pequeño elefante azul de mi mujer.

María Medem para Insider

Pensé en diferentes mujeres que habían cuidado de mí en varios momentos de mi vida, sin pedir nada a cambio. Les debía mucho. También era cierto algo que Eva decía cuando se enfadaba, que yo parecía estar buscando otra madre en ella. Había intentado cuidar a amigos que resultaron ser pozos sin fondo de necesidad. ¿Quién iba a cuidar de Eva? Ahora entendía bien su historia. Había pasado por muchas cosas.

Había llevado a la cueva algunos talismanes de mi familia. Mi hijo me había hecho lo que él llamaba un "amor", un sello de correos que ponía la palabra amor envuelto en un tapón de espuma. De mi hija de 15 meses, me llevé un mordedor de madera. De mi abuelo paterno, llevé el anillo masónico, y envolví todas estas cosas en una bolsa que había llevado mi abuelo materno en la Segunda Guerra Mundial. Pero no había nada de mis abuelas.

Rebuscando en la caja de reliquias personales de Eva antes de marcharme, en busca de algo que llevarme, me había topado con un diminuto elefante azul, de plástico blando, con un cordel que le atravesaba la nariz. Me resultaba familiar. Le pregunté por él. Me dijo que se lo había comprado a un niño en la calle, hace años, y que se lo había regalado. Era lo suficientemente especial como para haber entrado en su caja de reliquias, pero no tanto como para que yo recordara lo que era. No parecía enfadada porque lo hubiera olvidado, o al menos no se sorprendió. Suelo olvidar muchas cosas. Se había acostumbrado a la ausencia de mi presencia, a que no estuviera realmente allí. ¿Qué más se me olvidaba?

Eva y yo nos habíamos casado el 25 de mayo. La fecha del momento de la cueva era más o menos19 o 20 de mayo, tal vez el 21. Me había enfrascado tanto en las distracciones del día a día que había olvidado nuestro aniversario de boda.

Me sentí aliviado. Recordar mi aniversario de esta manera justificaría mi ausencia de casa, llenaría mi cubo de reportajes y apoyaría el caso de la ayahuasca como un bálsamo para los problemas de la mediana edad. Yo era el hombre de bandera gris del poema de W.H. Auden, que salía de Grand Central Station:

De la oscuridad conservadora

A la vida ética

Los densos viajeros vienen

repitiendo su voto matutino;

"Seré fiel a la esposa

Me concentraré más en mi trabajo"

Auden estaba siendo sarcástico, por supuesto. Se estaba burlando de la vacuidad de la existencia burguesa. Pero en ese momento, en la cueva, yo no me sentí en absoluto mal por ello. Pensé en el Eclesiastés, un testigo más amable. Elogiaba a los que se regocijan en su trabajo, a pesar de que no se trata de nada, en realidad.

Sentí que se acumulaba líquido en mi oído izquierdo. Lo toqué y me lo llevé a la boca para probarlo. Parecían lágrimas que había corrido por mi mejilla. Y me di cuenta de que llevaba un rato llorando. Oí el sonido de un vómito. Rondas de música con la guitarra y el ukelele emanaban del autodenominado Giggle Choir, los jóvenes hippies que habían acampado en la esquina más alejada. Sadie nos dijo que nos sonáramos la nariz para poder respirar y que nos hidratáramos. Mi botella de agua estaba vacía. Me senté y rocé el hombro de James.

"Siento molestarte. ¿Tienes uno o dos sorbos más de agua?", le pregunté.

"Tómala entera. Es tuya", me respondió, dándome su botella.

Se acercó la medianoche. Al encontrarnos capaces de movernos y caminar de nuevo, subimos a trompicones, uno por uno, a la cocina, a por algo de pan y sopa. Era la primera vez en muchos años que me encontraba en un ambiente informal entre desconocidos que, además de estar bajo la influencia colectiva de la misma droga, no tenían ninguna agenda profesional. Sadie había traído a algunos vecinos con los que había trabajado para que sirvieran de ayudantes durante la ceremonia. Su poco envidiable trabajo consistía en guiarnos a los baños si lo necesitábamos y ocuparse de nuestras purgas.

"¡Ha sido fácil!. Esta noche solo hemos tenido que vaciar 5 cubos", oí que decía alguien.

Al día siguiente me uní a los más madrugadores para ayudar a preparar el desayuno, al que siguió un círculo de intercambio. Uno por uno, hablamos de nuestras experiencias de la noche anterior. Hablé de recordar el aniversario y me aconsejaron que tenía que hacer algo al respecto ese mismo día. Hubo un intercambio de opiniones sobre si había habido demasiada música. El consenso fue que la música nos devolvía a la habitación y facilitaba las cosas, pero también tendía a interferir en la profundidad de los viajes individuales.

Después, el médico nos enseñó a mí y a un par de personas más algunos movimientos de tai chi. Por otra parte, hubo sesiones espontáneas de yoga en grupo, e hicimos algo de senderismo. Me encontré hablando con Sky Wolf sobre la desolación del Eclesiastés. Me pidió que bajara la copia impresa de mi habitación y se lo pedí. Gus, un milenario pícaro del Coro Giggle, me ayudó a averiguar cómo cargar mi coche eléctrico alquilado. Me alejé en busca de un regalo de aniversario para mi mujer. Cerca de allí, encontré un brillante collar con un cierre de plata y cuentas hechas de algo llamado hidrocuarzo. ¿Qué era el hidrocuarzo? No me importaba. El collar era precioso. El hombre que me lo vendió lo sostuvo al sol para que lo viera mejor y me aseguró que a mi mujer le encantaría. Luego se ofreció a compartir un cigarrillo de mapacho, tabaco silvestre. Fue algo embriagador.

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La segunda ceremonia comenzó poco después de las 5. Como la noche anterior, nos pusimos en fila en el centro de la cueva. Me encontré con que echaba de menos el estilo de Eduardo, que nos convocaba uno a uno. No había dormido mucho la noche anterior y pronto caí en una especie de estado de sueño marcado. Empecé a pensar en las montañas, en esas inmensidades mudas, y en mi propia pequeñez relativa. Sentí que me encogía y que poco a poco me invadía el asombro. En ese momento me pareció que todas las tradiciones religiosas del mundo eran amortiguadores, gafas de sol hechas de metáforas e historias, palabras torpes, todas ellas destinadas a evitar que los creyentes miraran directamente el hecho de su propia pequeñez. El asombro se convertía en terror. Las montañas se convirtieron en una sucesión de monstruos de muchas cabezas, que brillaban contra el negro, brotando símbolos paganos que salían de sus frentes. Me había encogido hasta el punto de que ya no estaba allí. Había sido absorbido por lo que en ese momento parecía ser la última realidad subyacente, algo ajeno, violento e indiferente a nuestra especie.

Estaba allí, en algún lugar, agitándose en la oscuridad. Encontré el interruptor y lo apagué todo, volviendo a la cueva. Sky Wolf estaba tocando sus cuencos. Los sonidos hacían estelas hacia arriba y hacia abajo, un gráfico de finas líneas de color bronce que danzaban entre las paredes.

Necesitaba orinar. Pero no podía ponerme de pie.  

"James", pronuncié, luchando por sacar las palabras. Alargué la mano y le toqué el hombro. "Necesito orinar", le dije.

James me puso de pie. Juntos nos dirigimos a la boca de la cueva. Fuera, la naturaleza ardía. Allí estaban de nuevo, esas malditas montañas. La tarde se desvanecía en el crepúsculo. El cráneo de una vaca nos miraba desde la hierba, debajo de 2 árboles.

"¿Crees que puedes hacerlo por tu cuenta?" preguntó James. Sus ojos estaban apagados. Estábamos en 3 lugares a la vez.

"No estoy muy seguro. Creo que puedo", dije. El baño estaba a no más de 20 pasos.

"De acuerdo. Te espero aquí", dijo James.

"Toma esto", dije. Busqué en mi bolsillo y le entregué a James un trozo de madera de haya con forma de toro. Aquí y allá, pequeñas hendiduras surcaban su superficie lisa. "Guárdalo mientras voy", le pedí.

De pie junto a la letrina, pensé en un vídeo de YouTube titulado Double Rainbow y recordé a mi viejo amigo, Scott, que, muchos años antes, había rechazado la oportunidad de beber ayahuasca. Scott dijo que no quería "ser abofeteado en el plano astral". 

En la boca de la cueva, James sostuvo el toro a la luz.

"Es precioso. ¿Qué es?", me preguntó.

"Es el mordedor de madera mi hija", dije, señalando las pequeñas marcas de mordiscos. "Tómalo. Quiero que lo tengas tú", aseguré.

"No puedo hacerlo", negó él.

"Por favor. No te preocupes. Es de Amazon punto com. Tenemos 9 más. Tómalo", alargué mi mano y le tendí el mordedor, mientras me ponía a llorar de nuevo.

Volvimos a nuestras mantas. Pasamos un par de horas solos en la oscuridad. Y entonces, eché de menos el mordedor.

Sadie nos indicó que nos sentáramos y nos cogiéramos de las manos formando un círculo. Giramos los pulgares hacia la izquierda. Así, dijo que estaríamos dando y recibiendo energía, "no narcisista, no codependiente". James tomó mi mano izquierda con la derecha. Seguía sosteniendo el mordedor. Cuando el círculo se rompió, sin mediar palabra, me dejó recuperarlo.

Sky Wolf se arrastraba por el suelo. Me incliné hacia él y le dije lo mucho que me había gustado que tocara los cuencos. Me abrazó y se inclinó hacia mí. "La alegría está en el silencio", susurró.

Sadie nos había advertido sobre el bajón que vendría después. La feliz escapada de tu entorno habitual llega a su fin justo cuando tu sistema de serotonina está recuperando el aliento. Solo hay que sobrellevarlo, dijo, y al final volveremos a un estado que mejorará el que teníamos antes de la ceremonia. Uno de los hippies de más edad se deshizo en lágrimas antes de que nos despidiéramos. En el aeropuerto me di cuenta. Mi vuelo se había retrasado varias horas. Llamé a mis padres con la esperanza de ser una fuente renovada de amor y gratitud. Resultó que era la misma persona que antes. Busqué en Google el hidrocuarzo en mi teléfono. Resulta que "hidrocuarzo" es una palabra elegante para referirse a un vidrio derivado de un laboratorio. El collar que le había comprado a mi mujer por nuestro aniversario estaba hecho de cuentas de vidrio.

Incluso ha habido algunos momentos, normalmente al salir a la calle, en los que he sentido algo que hacía tiempo que no sentía: una delicada tranquilidad, un vacío.

María Medem para Insider

Pero, a pesar de todo, Sadie tenía razón. La cosa mejoró. La sangha estaba situada en una de esas zonas rurales de Estados Unidos sin cobertura de datos móviles. Ahora, al conectarme de vuelta a casa, me enfrenté de nuevo a las muchas cosas malas que están ocurriendo en el mundo.

Eva y yo también hicimos algunos cambios. Nada demasiado trascendental. Empecé a ayudar más a la hora de dormir. La vieja costumbre de poner mi oficina en la habitación más grande de la casa, se había repetido en nuestro nuevo hogar. Así que, una vez más, decidimos cambiarla. Después de la experiencia seguía enfadándome, pero al menos era capaz de identificar el motivo. Puede que mi hijo siga pensando que soy malo, pero últimamente ha tenido la gentileza de guardarse esa opinión para sí mismo. Esta mañana, de camino a la guardería, me ha dado las gracias espontáneamente por habernos mudado a Filadelfia.

Incluso ha habido algunos momentos, normalmente al salir a la calle, en los que he sentido algo que hacía tiempo que no sentía: una delicada tranquilidad, un vacío. Hará falta algo más que la ayahuasca para volver a estar "plenamente presente". Pero por ahora, es algo en lo que puedo seguir trabajando.

No quiero exagerar los cambios, ni pretendo asegurar que sean permanentes. Es posible que sean frágiles y se acaben rompiendo, como el hidrocuarzo. ¿Quién puede decir que un cristal sintético, o una visión asistida por sustancias, es incompatible con la autenticidad? 

Finalmente, a Eva pareció gustarle el collar que le regalé.

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